Aún recuerdo el primer día que salí a correr. Las zapatillas, por supuesto, a estrenar, que eso siempre anima. Si me hubiera comprado un bañador, ese día me hubiera ido a nadar, pero no fue el caso.
Veinte minutos, me dije a mí misma, que para empezar está bien. La realidad, bien distinta, fue que a los diez ya estaba de vuelta en la puerta de casa, sin apenas aliento, intuyo que roja como la barra de labios que nunca me atrevo a llevar y mirando de izquierda a derecha, cruzando los dedos para que nadie hubiera sido testigo de mi infructífera experiencia.